sábado, 12 de junio de 2010

REFORMAS



Mi novio dice que Julia Roberts tiene la sonrisa más maravillosa del mundo. Lo dice mirando mis dientes, que se empujan unos a otros intentando ganar espacio. Mi novio tiene una sonrisa perfecta llena de unos dientes maravillosos que escupen palabras duras como piedras. Me pregunto si una cosa tiene relación con la otra.
Después de años de indecisión decido hacerme una ortodoncia. La dentista me obsequia con un corrector de quita y pon y me recomienda que lo lleve el mayor tiempo posible. Me lo pruebo delante de ella e intento hablar, pero sólo consigo escupir a la enfermera, morderme la lengua y engancharme el labio de arriba entre los alambres, de manera que muestro sin pudor todas las protuberancias del maxilar superior a mi dentista, (si no me creen echen un vistazo a las suyas) que llena de profesionalidad, aprovecha para observar que el color de mis encías es más propio de las morenas que de las rubias y que tengo el paladar ojival.
Después de este desconcertante descubrimiento que me hace pensar en la catedral de León y en las bóvedas de crucería, le pregunto si conseguiré tener la sonrisa de Julia Roberts y ella me contesta que para eso haría falta una operación de cirugía estética y un milagro. Luego me da la tarjeta de su psiquiatra. La doctora me advierte que a mi edad, corregir el apelotonamiento de dientes me llevara unos tres años.
Como me crezco ante los retos salgo de la consulta con el firme propósito de conseguirlo en menos tiempo y me propongo llevar el aparato a todas horas.
Esa tarde tengo que coger un tren a Alicante, así que aprovecho para acostumbrarme al corrector. Me instalo en mi asiento, me coloco discretamente los alambres en sendos maxilares y me relajo.
No ha pasado ni un minuto cuando se me acerca una señora que se mueve como un trasatlántico y me pregunta si no me importaría cambiarle el asiento. Yo trato de articular una palabra y consigo emitir un ceceo salival que ella interpreta como una tara mental de algún tipo. Para sacarla de su error, me llevo la mano a los labios e intento explicarle con gestos que llevo algo en la boca que me impide hablar con claridad. La buena mujer asiente con amistosa compasión y se acerca a su marido para susurrarle algo. El marido de la señora, con la misma eficacia de un mariscal de campo, se apresura a informar a una de las azafatas de que soy sordomuda. Yo, sobrepasada por el malentendido y por la velocidad de los acontecimientos, no tengo más remedio que asentir con un gesto resignado.
Inmediatamente un despliegue de simpatías invade mi compartimiento. El mariscal de campo me ofrece su ayuda para cambiarme de asiento y me alienta a que lo siga con gestos de guardia civil, como si además de ser sordomuda tuviera problemas de dirección. Una vez instalada en mi nuevo asiento percibo que una oleada de empatía ha caído sobre mí. Mis compañeros de viaje se comunican conmigo a través de todo tipo de guiños, pestañeos y movimientos oculares que traduzco como signos de solidaridad.
Lo de muda lo asumo con valentía, lo de la sordera lo llevo peor, porque es que a mí cualquier ruidito me sobresalta. Así que me esperan cuatro horas de hacerme la sorda sin mover ni un músculo. Para colmo entra una señora en nuestro vagón con un retoño que no para de berrear los primeros doscientos kilómetros, y yo finjo indiferencia mientras me concentro en el paisaje y se me taladran los tímpanos. Probablemente llegue a mi destino sorda, me digo, y con el sistema nervioso hecho trizas. Pero la alternativa de confesar que todo ha sido un malentendido me hace pensar, no sé por qué, en linchamientos.
Por si tuviera ya poca tarea, las azafatas me obsequian con refrescos variados y todo tipo de aperitivos que tengo que rechazar porque llevo el aparato aún puesto. Aún así, alentada por una insistente azafata, intento meterme un cacahuete en la boca que termina quedando atrapado entre el falso paladar y el verdadero. Declino amablemente con la cabeza un sándwich, una porción de cake y una ensalada, y trato de beberme a sorbitos minúsculos un zumo de melocotón con el que hago discretos enjuagues para intentar desatascar el cacahuete. Como era de esperar, termino tirándome el zumo sobre la pechera. La señora y su marido se ratifican en su convencimiento de que ser sordomuda conlleva algún que otro tipo de tara psicológica y yo corro a esconderme en uno de los aseos para sacarme el cacahuete, comerme de manera convulsiva un par de pastas de té que he conseguido deslizar en uno de mis bolsillos y blasfemar en voz baja. Salgo del aseo y recorro el vagón bajo la atenta mirada de los viajeros que me sonríen solidariamente.
Antes de llegar a mi asiento otra azafata que arrastra un carrito con la prensa del día, me ofrece un periódico y me invita a que señale el que me interesa. Tengo un momento ofuscación en el que trato de dilucidar si los sordomudos saben leer y ante la duda niego con la cabeza. Inmediatamente me invaden unos minutos de angustia cuando recuerdo que llevo el móvil conectado y que si alguien me llama no sabré cómo reaccionar. Admito que no conozco en absoluto el mundo del sordomudo y me hago el firme propósito de leer sobre el tema. Corro de nuevo al cuarto de baño, esta vez provista de mi bolso, y desconecto el móvil. A mi vuelta descubro que un viajero que ha subido en Albacete ha ocupado mi asiento y trato de explicarle con gestos que esa es mi plaza. El mariscal de campo acude en mi ayuda y tras explicarle que soy muda, todo queda arreglado. El sujeto en cuestión, un señor con aires de España exclama:
— Con esa cara tan bonita, no necesitas nada más.
Una segunda oleada, esta vez de exaltación, recorre el vagón y todos aplauden. Ignoro los aplausos y me desplomo sobre mi asiento. Tengo un hambre de mil demonios y un cargo de conciencia que no me tengo.
Cuando el tren llega a su destino, me apresuro a salir del vagón, pero un tropelío de gente solícita lucha por ayudarme a bajar las maletas. Yo lo agradezco con graciosos movimientos de cabeza. El mariscal de campo me orienta hacia la puerta de salida y yo me bajo a toda prisa.
Camino por el andén consciente de que mis compañeros de viaje me siguen con la mirada. No he andado dos pasos cuando me topo de narices con mi novio que ha decidido sorprenderme y recogerme en la estación.
— ¿Qué tal el viaje? — me pregunta y luego me estampa un beso en la boca.
Yo aprieto los labios porque no quiero que note los alambres, ni los hierros, ni las dos máquinas que me tienen aprisionada el habla.
— ¿Qué te pasa en la boca? — me pregunta y yo no digo ni mú.
Él me mira sorprendido y yo más aún. Y es que como me ha dicho aquél señor, no necesito nada más. Ni una palabrita.
Nos subimos en silencio al coche y antes de que arranque, me bajo, descargo mi equipaje y vuelvo a la estación.
He hecho el viaje de vuelta meditando, mi paladar ojival necesitaba un silencio eclesiástico.
Esta tarde he ido al dentista y le he dicho que ya no me importaba tener la sonrisa de Julia Roberts. Luego le hemos dado una vuelta más a la máquina para ensancharla, pues milagrosamente mis dientes se habían alejado unos de otros creando un nuevo espacio.
Uno nuevo que antes estaba ocupado.
No duden en arreglarse la boca si es que llevan años tratando de hacerlo.
A veces hacer reformas es necesario.




3 comentarios:

  1. qué bueno querida! Estaba muy triste y me has hecho reír muchísimooooo! Sigue explotando tu vena humorística!
    besos del pelillos

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  2. Dejando aparte que tus dientes son maravillosos y te dan un aire encantador, te diré qure he vivido una experiencia muy parecida hace unos años, con una faringitis tremenda. Me recomendaron silencio total y también una cosa muy fina para los aires acondicionados: respirar a través de seda. Me fuí a la Coruña desde Alicante teniendo que embozarme como un bandolero en trenes y aviones, y tuve la rara astucia de hacerme con un bloc y un lápiz.
    El caso es que cuando escribía, todo el mundo me respondía a grito pelado, salvo algunas azafatas que, tras leer mis notas en castellano, rompían a hablarme en inglés. Qué misterio.

    Un beso grande

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  3. Felicidades! Me gusta mucho como escribes. No podía parar de reír❤️😂

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