sábado, 12 de junio de 2010

ZEN He dejado de pelear, he renunciado a las batallas emocionales y se me ha quedado un espacio de alquiler. Hoy he puesto un anuncio en el Segunda Mano: Se alquila espacio emocional, rellénese a ser posible con bondades. Como nadie me ha contestado al anuncio, lo he redactado de otra forma: Señorita restaurada precisa de decorador. Me ha llamado un chico joven que me ha preguntado qué era lo que quería decorar. Se lo he explicado: —Tengo vacíos emocionales que no sé cómo rellenar. Una buena amiga que ha hecho un cursillo de Zen me ha echado un cable: —Aprende a disfrutar de las cosas pequeñas y cotidianas, verás como encuentras mucha paz en ellas. Es que te has acostumbrado a los melodramas y eso te ocupaba mucho espacio. Como yo soy muy literal me he comprado una cortaúñas y un dedal que me han parecido cosas bastante pequeñas, comparadas con los holocaustos emocionales a los que he estado acostumbrada. Para ahorrar tiempo he tratado de disfrutar de las dos cosas simultáneamente. Así que me he colocado el dedal en un dedo (¿dónde si no?) y al mismo tiempo he tratado de cortarme las uñas con mi recién adquirida guillotina podal. El resultado ha sido una masacre sin precedentes que me ha obligado a escaldarme el dedo gordo del pie para evitar una infección. Si el dedal hubiera sido más grande podría haberlo usado a modo de escudo protector. En cambio lo he vendado y he andado coja un par de días. Dos días más tarde tenía un uñero de los clasificados según el podólogo como Natrum Sulphuricum. Al parecer existen mucho tipos de uñeros, los hay que producen fiebres y escalofríos y otros que te dejan el dedo azulado. El mío es el de color azul. Esta pequeñez me ha obsequiado con un desasosiego que me ha ocupado varios días. Y tendrá razón mi amiga Después de leerme toda la información que había en internet sobre los uñeros azulados y de prometerme a mi misma no volver a participar en los chats sobre zócalos corporales, me he preguntado si quizá no sentía esa paz tan anhelada porque aún no había elegido algo lo suficientemente pequeño, así que he bajado a la ferretería y me he comprado una caja de chinchetas de las más pequeñas que he encontrado. El dueño de la papelería tenía la radio puesta a todo meter con “Esta vida loca” de Francisco Céspedes, al que Dios confunda, y me he dicho que esta otra pequeñez cotidiana, lo de tener la radio a toda pastilla noche y día, ciertamente ocupaba mucho espacio emocional. El problema es cuando el espacio emocional que ocupas es el del otro. El dueño de la papelería acompasaba la sufriente canción con una pequeña minusvalía que le hacía cojear y que ha hecho que comprar una caja de chinchetas durara más de un siglo. He vuelto a casa sintiéndome inútil en esto de disfrutar de las pequeñeces y he llamado a mi amiga que me ha hecho una revelación que me ha aclarado el meollo del asunto. — No tiene que ver con las cosas, es cómo las miras. — ¿Y cómo tengo que mirarlas?— le he preguntado humildemente. — Tienes que mirarlas con amor— me ha dicho. He colocado los tres objetos frente a mí, el dedal el cortaúñas y las chinchetas y me he dedicado unos minutos a mirarlas con todo el amor que era capaz de sentir por el latón y otros metales, que adivino que no es mucho. Finalmente los he metido en una caja en la que también guardo algunas fotos de carné viejas en las que no me reconozco. Leo la definición de pequeño en el diccionario y entre todas reparo en una: Bajo, abatido, humilde y no sé por qué me he acordado de la señora que me limpia la casa los sábados. Entonces he pensado que lo de amar lo pequeño y cotidiano es una actividad que debería de estar bien delimitada. Y ahora resultará que el Zen es para ricos, porque no me puedo imaginar a la señora de la limpieza mirando con amor los veintisiete euros que le pago por deslomarse tres horas en mi casa, ni al señor que me va a pintar el salón embelesado con los kilos de aguaplast que va a tener que usar para alisarme el gotelé inmundo que repta por las paredes, ni al emigrante que toca en los vagones del metro amando lo cotidiano de su vida clandestina a hurtadillas de los vigilantes. Así que esto de amar lo pequeño y cotidiano es algo muy polémico de difícil dicción y entendimiento. A lo mejor lo mío tiene que ver con aceptar que uno está solo, que la vida puede ser mortalmente repetitiva y que sin darme cuenta me he quedado atrapada en el tiempo, solo que en mi película ni siquiera celebramos el día de la marmota. He sacado la foto de carné y la he clavado con una chincheta en la pared de mi dormitorio. Todas las mañanas abro los ojos y me pregunto si alguna de estas descubriré que la de la foto es otra yo que vive una vida emocionante sin cortaúñas asesinos, ni enfermedades azuladas, ni cantos dolientes de pega. En la que las cosas pequeñas son eso, cosas pequeñas que ocupan poco espacio y las grandes e importantes están dignamente resueltas. Por cierto, la foto de carné es muy pequeña y yo he perdido vista, seguro que por eso no consigo reconocerme. Una pequeñez sin importancia.
REFORMAS



Mi novio dice que Julia Roberts tiene la sonrisa más maravillosa del mundo. Lo dice mirando mis dientes, que se empujan unos a otros intentando ganar espacio. Mi novio tiene una sonrisa perfecta llena de unos dientes maravillosos que escupen palabras duras como piedras. Me pregunto si una cosa tiene relación con la otra.
Después de años de indecisión decido hacerme una ortodoncia. La dentista me obsequia con un corrector de quita y pon y me recomienda que lo lleve el mayor tiempo posible. Me lo pruebo delante de ella e intento hablar, pero sólo consigo escupir a la enfermera, morderme la lengua y engancharme el labio de arriba entre los alambres, de manera que muestro sin pudor todas las protuberancias del maxilar superior a mi dentista, (si no me creen echen un vistazo a las suyas) que llena de profesionalidad, aprovecha para observar que el color de mis encías es más propio de las morenas que de las rubias y que tengo el paladar ojival.
Después de este desconcertante descubrimiento que me hace pensar en la catedral de León y en las bóvedas de crucería, le pregunto si conseguiré tener la sonrisa de Julia Roberts y ella me contesta que para eso haría falta una operación de cirugía estética y un milagro. Luego me da la tarjeta de su psiquiatra. La doctora me advierte que a mi edad, corregir el apelotonamiento de dientes me llevara unos tres años.
Como me crezco ante los retos salgo de la consulta con el firme propósito de conseguirlo en menos tiempo y me propongo llevar el aparato a todas horas.
Esa tarde tengo que coger un tren a Alicante, así que aprovecho para acostumbrarme al corrector. Me instalo en mi asiento, me coloco discretamente los alambres en sendos maxilares y me relajo.
No ha pasado ni un minuto cuando se me acerca una señora que se mueve como un trasatlántico y me pregunta si no me importaría cambiarle el asiento. Yo trato de articular una palabra y consigo emitir un ceceo salival que ella interpreta como una tara mental de algún tipo. Para sacarla de su error, me llevo la mano a los labios e intento explicarle con gestos que llevo algo en la boca que me impide hablar con claridad. La buena mujer asiente con amistosa compasión y se acerca a su marido para susurrarle algo. El marido de la señora, con la misma eficacia de un mariscal de campo, se apresura a informar a una de las azafatas de que soy sordomuda. Yo, sobrepasada por el malentendido y por la velocidad de los acontecimientos, no tengo más remedio que asentir con un gesto resignado.
Inmediatamente un despliegue de simpatías invade mi compartimiento. El mariscal de campo me ofrece su ayuda para cambiarme de asiento y me alienta a que lo siga con gestos de guardia civil, como si además de ser sordomuda tuviera problemas de dirección. Una vez instalada en mi nuevo asiento percibo que una oleada de empatía ha caído sobre mí. Mis compañeros de viaje se comunican conmigo a través de todo tipo de guiños, pestañeos y movimientos oculares que traduzco como signos de solidaridad.
Lo de muda lo asumo con valentía, lo de la sordera lo llevo peor, porque es que a mí cualquier ruidito me sobresalta. Así que me esperan cuatro horas de hacerme la sorda sin mover ni un músculo. Para colmo entra una señora en nuestro vagón con un retoño que no para de berrear los primeros doscientos kilómetros, y yo finjo indiferencia mientras me concentro en el paisaje y se me taladran los tímpanos. Probablemente llegue a mi destino sorda, me digo, y con el sistema nervioso hecho trizas. Pero la alternativa de confesar que todo ha sido un malentendido me hace pensar, no sé por qué, en linchamientos.
Por si tuviera ya poca tarea, las azafatas me obsequian con refrescos variados y todo tipo de aperitivos que tengo que rechazar porque llevo el aparato aún puesto. Aún así, alentada por una insistente azafata, intento meterme un cacahuete en la boca que termina quedando atrapado entre el falso paladar y el verdadero. Declino amablemente con la cabeza un sándwich, una porción de cake y una ensalada, y trato de beberme a sorbitos minúsculos un zumo de melocotón con el que hago discretos enjuagues para intentar desatascar el cacahuete. Como era de esperar, termino tirándome el zumo sobre la pechera. La señora y su marido se ratifican en su convencimiento de que ser sordomuda conlleva algún que otro tipo de tara psicológica y yo corro a esconderme en uno de los aseos para sacarme el cacahuete, comerme de manera convulsiva un par de pastas de té que he conseguido deslizar en uno de mis bolsillos y blasfemar en voz baja. Salgo del aseo y recorro el vagón bajo la atenta mirada de los viajeros que me sonríen solidariamente.
Antes de llegar a mi asiento otra azafata que arrastra un carrito con la prensa del día, me ofrece un periódico y me invita a que señale el que me interesa. Tengo un momento ofuscación en el que trato de dilucidar si los sordomudos saben leer y ante la duda niego con la cabeza. Inmediatamente me invaden unos minutos de angustia cuando recuerdo que llevo el móvil conectado y que si alguien me llama no sabré cómo reaccionar. Admito que no conozco en absoluto el mundo del sordomudo y me hago el firme propósito de leer sobre el tema. Corro de nuevo al cuarto de baño, esta vez provista de mi bolso, y desconecto el móvil. A mi vuelta descubro que un viajero que ha subido en Albacete ha ocupado mi asiento y trato de explicarle con gestos que esa es mi plaza. El mariscal de campo acude en mi ayuda y tras explicarle que soy muda, todo queda arreglado. El sujeto en cuestión, un señor con aires de España exclama:
— Con esa cara tan bonita, no necesitas nada más.
Una segunda oleada, esta vez de exaltación, recorre el vagón y todos aplauden. Ignoro los aplausos y me desplomo sobre mi asiento. Tengo un hambre de mil demonios y un cargo de conciencia que no me tengo.
Cuando el tren llega a su destino, me apresuro a salir del vagón, pero un tropelío de gente solícita lucha por ayudarme a bajar las maletas. Yo lo agradezco con graciosos movimientos de cabeza. El mariscal de campo me orienta hacia la puerta de salida y yo me bajo a toda prisa.
Camino por el andén consciente de que mis compañeros de viaje me siguen con la mirada. No he andado dos pasos cuando me topo de narices con mi novio que ha decidido sorprenderme y recogerme en la estación.
— ¿Qué tal el viaje? — me pregunta y luego me estampa un beso en la boca.
Yo aprieto los labios porque no quiero que note los alambres, ni los hierros, ni las dos máquinas que me tienen aprisionada el habla.
— ¿Qué te pasa en la boca? — me pregunta y yo no digo ni mú.
Él me mira sorprendido y yo más aún. Y es que como me ha dicho aquél señor, no necesito nada más. Ni una palabrita.
Nos subimos en silencio al coche y antes de que arranque, me bajo, descargo mi equipaje y vuelvo a la estación.
He hecho el viaje de vuelta meditando, mi paladar ojival necesitaba un silencio eclesiástico.
Esta tarde he ido al dentista y le he dicho que ya no me importaba tener la sonrisa de Julia Roberts. Luego le hemos dado una vuelta más a la máquina para ensancharla, pues milagrosamente mis dientes se habían alejado unos de otros creando un nuevo espacio.
Uno nuevo que antes estaba ocupado.
No duden en arreglarse la boca si es que llevan años tratando de hacerlo.
A veces hacer reformas es necesario.




AMORES IMPOSIBLES


" Una ciudad puede trasladarse, un pozo no"
Del I Ching o El libro del cambio.


Como en cualquier encuentro, cuide los detalles. Anuncie con voz de barítono su ofrecimiento y espere unos segundos a que los menos abducidos por la pantalla del televisor contesten. Según la cantidad de seguidores que haya conseguido podrá calcular el volumen de agua y el recipiente a emplear y un ambiente de vaga esperanza se extenderá por su cocina. No tiemble, no se arrepienta, permanezca firme hasta el final. Espere unos minutos antes de decidir qué usar. Una vez arrojado el ovillo de la decisión, agárrese fuertemente al extremo y déjese llevar. La cosa irá rodada. Con la misma tranquilidad de cualquier rutina sentirá que se dirige a los objetos adecuados sin apenas gastar un mínimo de inteligencia. En este momento la esperanza que invadía su cocina se habrá convertido en una fe casi militar. Utilice esto para ahorrarse cualquier titubeo o duda y cuando el agua esté hirviendo y el ambiente sea de profunda religiosidad, puede empezar una plegaria. Cualquiera será apropiada para esta ocasión siempre que elija el tono adecuado. Un murmullo como de mosca con un cierto tono de hechicería. La bolsita en la mano izquierda y la cuchara en la derecha. Acentúe el movimiento de los labios e incremente el volumen cuando esté arrojando el té en el agua. Como he dicho al principio, los detalles son importantes. Luego elija el colador y deséese suerte. El agua seguirá su curso natural cuando incline el cazo y probablemente el vapor empañe sus ojos y sumerja en una romántica bruma sus manos, el colador y el té. En esos momentos solo alcanzará a oír cómo el líquido se estrella contra la pila si, llevado por la ingenuidad y no el sentido práctico, no ha puesto debajo una taza. Si a pesar de esto aún tiene dudas podrá comprobar una vez disipada la niebla, cómo tampoco está vez pudo el pescador atrapar al pez. El colador y todos sus redondos agujeros parecerá mirarle con ojos asombrados, y quizá, aún estremecido, intente apresar alguna gota que no tardará mucho en estrellarse junto a las demás.
Si se le escapa alguna lagrima, no acapare protagonismo pues no ha sido usted más que la alcahueta de un amor imposible y además es posible que solo sea un poco de vapor de agua.

Postdata:
Probablemente, movido por la melancolía, caerá en la vulgaridad de filosofar acerca de la fugacidad de la vida o semejantes. Reconozca que solo son intentos de disfrazar de profundidad otro tropezón contra la misma piedra, o de seguir comiendo la sopa con el tenedor
PERCHAS Y DESMAYOS TEXTILES.


El otro día un amigo mío y yo hablábamos sobre el fracaso de la publicidad artística. Mi amigo argumentaba que los anuncios habían sido fagocitados por el ego del publicista y que ya no cumplían su función. Tanta creatividad se come al mensaje. La gente no se queda con el nombre del producto que se anuncia, sino con el paisaje, o el paisanaje. De manera que terminas comprándote el muñequito de Elvis del anuncio, que bailotea en el parachoques del coche. Pero de la marca del coche, ni idea.
Los daños colaterales de un exceso de creatividad, son muchos y variados. Aún recuerdo a una amiga de mis tíos que se dedicaba a la grafología y que tras infructuoso intentos de sanar a toda la familia, afirmaba que nuestro problema era que no distinguíamos donde debíamos poner nuestra creatividad. Si te inventas la realidad vas listo. Me alivia descubrir que no somos los únicos—a mí el mal de muchos siempre me ha consolado—, muy al contrario, es una desorientación muy extendida, felizmente practicada por los diseñadores y socialmente muy bien aceptada, sobre todo por el gremio de los consumidores.
—A esta camiseta se le deshace el bajo.
—No es que es así, este año vienen las camisetas sin rematar.
Una señora nos escucha con interés y advierto que echa miradas de reojo a la camiseta que, se mire como se mire, es una mierda, pero que de pronto ha pasado a convertirse en el último grito de la moda. Yo, que aún conservo un rastro de lucidez, insisto:
— ¿Y no será que se les ha olvidado coserlo?
—No creo, porque nos han venido todas así.
La camiseta se balancea delante de mí con una perturbadora melena de hilos colgándole del bajo. Consigo resistirme a la tentación de ser la primera, esta primavera, en lucir ese desaliño tan valorado. Detrás de mí, la señora en cuestión se abalanza sobre el despojo.
Lo cierto es que cuando nos convertimos en consumidores somos capaces de desrealizarnos totalmente y comprarnos todo tipo de absurdeces sin ningún tipo de pudor. El problema comienza cuando al llegar a tu casa despliegas toda la mercancía adquirida y te sacude una oleada de perplejidad poética: “¿Era yo, o soy otra acaso la que habita en mí?”.
Por eso no me cabe otra cosas que atribuirle al mérito a los diseñadores y al apoyo indiscutible de los vendedores. Salir de compras es, sin lugar a dudas, entrar en una realidad paralela llena de daños colaterales.
Y si no, que alguien me explique lo de las perchas de las tiendas. Sí, las perchas.
¿Quién no ha sufrido el daño colateral del diseño de las perchas?
Un ligero toque a la percha y la prenda en cuestión se desliza hacia el suelo rápidamente. Esta tarde, en menos de tres minutos, he conseguido desperchar, una camiseta, una camisa, un vestido, un top, una chaqueta y un jersey. Para terminar de complicar la cosa observo que las perchas tienen preferencias y aficiones.
Por ejemplo, las faldas y los pantalones no se caen con la misma facilidad que las camisetas, camisas y chaquetas. El pantalón se pliega en genuflexión sobre la barra de la percha haciéndose el muerto. Así que el problema del pantalón no reside en sacarlo sino en volverlo a meter en una ranurita no más ancha que un centímetro. La paciencia del cliente tiene un límite que por lo visto el diseñador presupone infinito.
También advierto que algún alma caritativa pero igualmente ineficaz y por supuesto dispuesta a encontrar soluciones para las escuperchas, ha ideado una forma de retener las camisetas contra viento y marea, que consiste en sujetarlas gracias a unas cintas que a modo de finos tentáculos se enrollan, con desesperación, al cuello de la percha. Hacerse un sudoku de nivel tres, es más fácil que tratar de descolgar una de esas camisetas.
No puedo evitar imaginarme a las camisetas abrazadas al metal mirando como a su alrededor se desploman en un santiamén una docena de camisas y otros congéneres. Y tendrán razón los que dicen que a los españoles nos gusta tirar cosas al suelo. A todo se acostumbra uno, hasta a pasar un par de horas comiendo con los amigos en un bareto sembradito de papeles, pieles de gambas y huesos de aceitunas, o a salir de compras para coger un lumbago.
Pero volviendo a las perchas.
Como no estaba dispuesta a dejarme vencer por las dificultades he decidido desoír los consejos de mi grafóloga y aplicar toda mi creatividad al asunto. He deambulado por la tienda vanagloriándome de adivinar, sin tocar las perchas, las características de la prenda.
— A mi derecha una sudadera gris con doble botonadura. A su lado pantalón pata de elefante en viscosa y algodón. Izquierda: falda años veinte con cremallera de doble dirección.
— ¿Y donde has visto todo eso? — me pregunta mi amiga Beatriz.
— En Zara.
— Pues yo estuve ayer y no les quedaba nada.
Ay, si ella supiera.
Luego he tratado de echar miraditas de reojo sin tocar. En cuestión de minutos he desarrollado una habilidad de contorsión ocular de notables resultados y digna del gran Houdini. Así que paseo indemne entre percheros moviendo los ojos aleatoriamente como un camaleón. Todo tiene su truco. Mientras practico mi recién adquirida habilidad, una dependienta se me queda mirando. Yo a mi vez miraba una camiseta que se sujetaba como podía a la percha. Imitando a “Los hombres que miraba fijamente a las cabras” intentaba derribarla con el poder de mi mente. La dependienta se me ha acercado amablemente para preguntarme si podía ayudarme en algo y yo he aprovechado para darle un golpecito a la percha, derribar la camiseta en cuestión y salir echando leches de la tienda. Luego me he lamentado de no haber aprovechado la ocasión de exponerle mis dudas sobre la utilidad de tener la ropa colgada.
¿No sería mejor dejarla en el suelo a modo de desmayos textiles? Finalmente he entendido que quizá se trataba de una argucia para tener a los empleados ocupados. Si uno hiciera una percha correcta de esas que cumplen su utilidad, es decir, sujetar la ropa, ¿en que ocuparían su tiempo libre los dependientes? Y más ahora que hay crisis. Probablemente escribirían poemas, o terminarían filosofando sobre la vacuidad de nuestra existencia. Tantas horas rodeado de poliamida, nylon y acrílicos no pueden traer nada bueno.
Imaginen la escena:
—¿Y esta percha?
—Pues ya ve, es una percha que deja caer la ropa al suelo.
— ¿Y qué pretende con esto?
— Aumentar el rendimiento del trabajador al máximo.
— ¿Y el cliente?
— El cliente es un daño colateral.
— Y no sería mejor una percha de las clásicas.
— Deje, deje, que esas no sueltan la ropa ni pa tras.
Así que las perchas se deshacen de la ropa con premeditación y alevosía.
Y es que algunos vacíos mentales están muy en alza, pero gracias a Dios estamos rodeados de proveedores de sentido que nos permiten justificar las mayores memeces creativas. Por eso ya no computamos los daños colaterales.




UN LIFTING DE CORAZÓN


Mi hermana y yo pasamos mucho tiempo juntas. Ella envejece lentamente y yo con rapidez. Dicen que las rubias somos de peor calidad.
Me pongo delante del espejo del ascensor y tiro de la piel de la cara hacia arriba. Mi hermana me mira con el ceño fruncido.
—Así era antes, así soy ahora, antes, después, antes, después…—repito mientras estiro y aflojo la piel, que por la maldita ley de la gravedad va cediendo día a día.
Me encanta hacer eso, porque ella se tapa los ojos y ahoga un gemido de disgusto mezclado con una media sonrisa. Sabe que mi intención es escandalizarla.
Luego añado:
— Cuando tenga dinero me pondré hilos de oro.
Y ella resopla un poco más.
El viaje en ascensor es rápido, así que la broma dura poco.
La vida es mucho más larga, pero la oxidación se apresura.
Hoy me ha traído un manojo de páginas de una revista del corazón. Las había arrancado para mí.
Ha entrado en casa y las ha sacado del bolso. Páginas arrugadas con fotos glamurosas de la última entrega de los Oscars. Las ha alisado bien con la mano, para que no me perdiera detalle.
—Mira, ¿ves? — me ha dicho mientras señalaba con un dedo la foto de una celebridad que sonreía a la cámara y adornaba su gesto con reales patas de gallo.
—Y mira esta otra y esta, y esta…
En un momento tenía a una docena de bellísimas actrices fotografiadas sin ninguna compasión. En primer plano, patas de gallo, descolgamiento del mentón, arrugas de expresión, surcos nasogenianos marcados, flaccidez del contorno del óvalo (como veis estoy muy puesta). En fin un carnaval de realidad.
Lo he pasado pipa mirando las fotos delante de mi hermana y convenciéndola de que estarían mucho peor si no se hubieran retocado. No estaba dispuesta a perder esos momentos en el ascensor con ella.
Luego he vuelto a hacerle el jueguecito de sube y baja delante del espejo de mi salón. Me temo que con tanto sube y baja estoy contribuyendo a acelerar mi vejez.

Mi madre pasaba la vida regañándome por mi afición a hacer muecas y a deformarme la cara delante del espejo. Me advertía del peligro que suponía eso para mi piel. Pero yo aprendí a hacer muecas para sobrevivir a otras cosas peores que las arrugas. Mis muecas hacían reír a mi madre y evitaban—la mayoría de las veces— las peleas entre mi padre y ella. Mi corazón no podía soportarlo.
El corazón se hace viejo a otra velocidad. A veces antes de tiempo, otras permanece Peter Panesco, toda su vida. Benditos inconscientes.
Sin embargo el lifting de corazón es mucho más eficaz que el de cara.
Yo siempre me sentí vieja, desde pequeña.
Ha llegado la hora de hacerme un lifting de corazón.
La vejez me asusta, me confieso a mí misma mientras me miro reflejada en una de las ventanillas del metro. Y descubro que ya no me gusta mirarme al espejo y eso me obliga a mirar hacia otro lado.
Ahora miro a la gente, miro la calle, miro a mi hermana, a mi hermano, a mi padre, a mis amigos.
Ahora miro mi casa, mis libros, a mis alumnos, a mis compañeros de trabajo, mis escritos, mis dibujos.
Ahora miro mis recuerdos y mis sueños.
El espejo ocupaba demasiado espacio para poder mirar todo esto.
Un lifting de corazón. Eso es lo que estoy haciendo. Y sin pagar ni un euro.
Me meto en el ascensor con mi hermana, me giro hacia el espejo y le digo:
—Antes, ahora, antes ahora, antes, ahora…
Mi hermana se tapa los oídos y comenta algo sobre mi obsesión. Luego nos reímos y un sinfín de patas de gallo recorren mis ojos.
Mientras nos reímos, mi corazón se estira, se hace grande, se hace joven.

CAOS

Saco el bonometro e intento abrir con él la puerta de mi casa, después de algunos forcejeos descubro que además no es mi casa sino la del vecino de abajo. Del bonometro mejor ni hablar. Al entrar en casa agarro el mando a distancia del dvd y trato de hablar con él con mi mejor amiga. No satisfecha con las señales inequívocas de que hoy no es mi día, me esfuerzo en rebobinar una cinta de VHS con mi teléfono móvil y termino enviando mensajes masivos a todos mis contactos, que por supuesto me cuestan un riñón. Para desahogarme me conecto a internet a ver si chateo con algún amigo y contesto por error a la llamada de un tal Mohamed Alí, un contacto que se me ha colado en Skype, dios sabe cómo. Al mismo tiempo envío sin querer un fax a un paradero desconocido y fotocopio mi mano— doce veces—, que he apoyado en la pantalla del escáner. Una ola de calor iracundo contra mí misma me recorre y trato de conectar el aire acondicionado con un aparato que resulta ser el teléfono inalámbrico— que se ha quedado sin batería afortunadamente—y que se resiste, lógicamente, a encender el aire. Sin embargo súbitamente todo tiene vida propia y el timbre del teléfono comienza a sonar a través de la impresora multifunción Brother LC980BK mientras la luz del fax parpadea incesantemente y sin que yo pueda contestar a la llamada, el alimentador del papel de la fotocopiadora se traga un centenar de folios y los escupe por el otro lado y el escáner recorre la pantalla una y otra vez ,acontecimientos que provocan en mí una creciente ansiedad y un trasiego de idas y venidas del sofá al fax y miradas suplicantes para que se sea quién sea cuelgue de una vez. Me desplomo sobre la butaca dispuesta a renunciar a cualquier iniciativa por mi parte y me siento sobre el mando del aire acondicionado que exhala toda su potencia sobre mi cabeza. Lanzó una pregunta al aire: —¡Dios mío qué quieres de mí! —y de refilón me miro en el cristal de la ventana. Visto lo visto decido que lo mejor es que hoy no haga nada sino arreglarme el pelo y al tratar de conectar las tenacillas descubro que he enchufado la máquina de masajes de electroestimulación que compré hace unos años para realzar los pómulos; consecuentemente recibo una pequeña descarga alentadora que me realza el dedo índice. Desconecto la máquina, apago las luces saco todas las pilas de todos los objetos pequeños y con botones que me rodean, quito los plomos y medito en la oscuridad. Recapitulo y recuerdo que todo empezó cuando al despertarme me detuve un segundo para decidir si era mejor empezar el día desayunando o duchándome y metí el pie en la zapatilla equivocada.
Tengo un problema para tomar decisiones tontas, como qué desayunar, o si es mejor fregar antes de vestirme o después. Intuyo que no son tan tontas y que el orden de los factores sí que altera el producto, o si no traten de encender las luces sin haber conectado los plomos antes. Yo llevo una media hora intentándolo.
Si hay alguien que aún cree que la vida de los demás es más fascinante que la suya propia, que me haga una llamadita.
LA SOLEDAD

Hay quien dice que la llegada de los móviles ha creado una falsa sensación de comunicación entre nosotros. Que la gente se siente más sola que antes, porque ahora salimos a la calle con un móvil pegado a la oreja y ya no nos relacionamos con los demás. Dicen que hemos sustituido las conversaciones telefónicas por la presencia del otro. Y que vivimos en un mundo de zombis que pasean charlando con otros zombis a los que nunca ven.
Yo personalmente nunca me he relacionado con los desconocidos que pasean por la calle, ni antes de que se inventaran los móviles ni después, y el móvil se me ha comido esas horas de soledad que tenía antes cuando deambulaba por Madrid lejos del teléfono.
Pero me doy cuenta de que la gente necesita hablar. Sobre todo las personas mayores. Me pregunto si yo, ahora que me estoy haciendo mayor, he comenzado a hacer lo mismo.
Me lo pregunto porque he empezado a hablar sola.
En casa por ejemplo, me regaño cuando hago algo mal, o me felicito cuando creo que me lo merezco. Me comento algunas atrocidades de las que veo en la televisión, o me recuerdo—a veces en forma de cancioncilla— cosas que tengo que hacer y no hago.
Me tengo en observación estos días y por prolongación, al mundo. Y descubro que una extraña falta de pudor ha comenzado a devorar la distancia que suele haber entre los desconocidos. La gente está más que dispuesta a saltarse los prolegómenos para contarte de manera convulsa todo lo que les pasa por la cabeza. Basta con que asientas con la cabeza una sola vez, o que esboces una media sonrisa para estimularlos (cada vez nos conformamos con menos).
Así que descubro que he desarrollado una extraordinaria facultad ( de la que no era consciente) para hacer creer a mi interlocutor que le escucho, aunque sospecho que cuando un desconocido se lanza a contarte su vida no le importa en absoluto si le estás escuchando o no.
A pesar de todo, el otro día una mujer me felicitó en el autobús por aguantar el monólogo de una desconocida durante un cuarto de hora sin soltar prenda, pero adornando mi silencio con todos los recursos necesarios para no abandonarla a su cháchara enloquecida. Luego comentó:
—Es que la gente está desesperada por hablar. Fíjese usted en este autobús. ¡A las doce de la mañana y sin haber bebido!
Yo le di la razón porque en ese momento aún se escuchaba el griterío que mantenían dos hombres en el autobús.
Un hombre discutía acaloradamente con otro hombre, evidentemente trastornado, que se acompañaba de una docena de gigantescas bolsas de plástico de las que asomaban todo tipo de objetos estrafalarios. El hombre y el trastornado discutían cada uno sobre cosas totalmente diferentes, pero el final de la frase del otro bastaba para dar pie a una nueva entrada, cada vez más acalorada. Algunas señoras se animaban de tanto en tanto a intervenir, pero la voz cantante la llevaban los dos hombres.
Yo hice un breve comentario sobre toda esa locura y luego las dos nos sumimos en un digno silencio que dejaba patente que nosotras no éramos como esos desconocidos trastornados que se lían a hablar con cualquiera.
Nos bajamos en la misma parada y nos despedimos sin mediar una palabra, alejándonos a toda prisa.
El miedo a parecer locos se apodera de nosotros en este mundo plagado de locura.
En un mundo en el que la gente habla por teléfono a voz en grito y sin pudor de sus intimidades, mientras los demás tratamos de parecer normales. En un mundo en el que necesitamos hablar, a pesar de los móviles, de internet, de los chats, facebooks, messengers y skypes.
Todos necesitamos de la presencia del otro para hablar, por más que gastes todo tu sueldo en llamadas telefónicas.
Yo me hablo a mí misma, y puede parecer de locos, pero de lo que estoy segura es de que estoy aquí, en este mismo momento, sin cables, wi-fii, ni cámaras.
Ayer por la noche perdí dos horas de mi preciado sueño en escuchar, a un grupo de famosos, gritarse, insultarse y faltarse al respeto en vivo y en directo; en mi casa, sin pudor y sin que nos hubieran presentado.
Luego apagué, la televisión y mi móvil y me regañé porque eran las dos de la madrugada y aún no me había acostado. Me reconfortó sentir mi propia presencia. Estaba segura de que yo estaba allí. Así que me dirigí un par más de recomendaciones, me prometí a mí misma no volver a ver ese programa, me di las buenas noches y me metí en la cama.
Hablarme no es mi mayor locura.
Ni aprender a fingir que escucho.
Me he prometido ver con más frecuencia a mis amigos, no vaya a ser que un día me vuelva a encontrar con la señora del autobús y no sea capaz de controlarme.


MOHO


Ayer hice la prueba.
Llamé a una vidente telefónica y cuando me preguntó qué era lo que me preocupaba contesté:
—Nada.
A pesar de todo, la buena mujer que estaba dispuesta a ganarse su sueldo y a conservar su prestigio como vidente, me obsequió con unas cuantas preocupaciones que se me pegaron como un rebaño de ovejas obedientes y cuando colgué el teléfono estaba preocupada por el calentamiento global, mi próximo despido, la futura hospitalización de un ser querido y un desengaño amoroso con alguien a quién aún no había conocido.
Esa misma tarde me gasté unos cuantos euros en comprar veinticinco barras de pan. Siempre que estoy preocupada compro cantidades ingentes de pan, ( sospecho que tiene alguna relación con eso de la memoria histórica, aunque aún tengo que investigarlo).

No tener preocupaciones no es rentable. Cuando estamos preocupados consumimos; da igual si nuestras preocupaciones son reales o imaginarias. Gastamos más dinero que cuando estamos tranquilos y somos felices. La felicidad es barata

Yo os invito que abandonemos las preocupaciones y compremos una sola barra de pan, la que vamos a comernos hoy. Las demás, si no las congelas, se te llenan de moho, ese moho verdoso que contagia todo lo que hay alrededor. Y es que las preocupaciones son como el moho. Se contagian.

Esta noche he vuelto a llamar a la vidente y cuando me ha preguntado qué me preocupaba, le he contado lo del calentamiento global, mi preocupación por mi despido, mi pena por mi propia hospitalización—como soy hipocondríaca he pensado que sería yo misma— y mi rabia por mi futuro desengaño amoroso justo cuando voy a ser hospitalizada. La mujer ha tardado unos segundos en contestarme —yo creo que me ha reconocido y conmigo a sus predicciones—, y luego me ha convencido de que todo se iba a arreglar “para bien” (ignoro si hay alguna forma de arreglar las cosas “para mal”).
Cuando he colgado el teléfono estaba mucho más tranquila, tanto, que he olvidado congelar el pan.
De madrugada me he despertado inquieta y he metido las veinticinco barras en el congelador. Gracias a Dios aún no le habían dado tiempo a enmohecerse.

Debería de existir un congelador para las preocupaciones y sacarlas de una en una, para consumirlas en el día y no enfrentarse a la siguiente hasta haber resuelto la primera.
El jueguecito de la vidente me ha costado una fortuna. Eso sí que es preocupante, que con tanto experimento no llegue a final de mes.

domingo, 6 de junio de 2010

EL ALMA

Hoy he comido con un amigo, un proyecto de amigo, uno de nuevo cuño.
Con los amigos nuevos me siento como con mi peluquero. La relación aún tiene ese anonimato que me permite hablar de cualquier cosa sin pudor. Sin embargo hay algunos desconocidos que se descuelgan diciéndote que es como si te conocieran de toda la vida. Y es que, según dicen, el alma tiene memoria y viaja de un cuerpo al otro sin ningún problema, aunque tenga que recorrer cientos de años para volver a otro cuerpo nuevo. Así que muy al contrario de lo que la ciencia opina, la memoria no está en el cerebro, sino en el alma, que es la que reconoce. La pregunta es: ¿dónde está el alma?
Para quitarle leña al asunto he cambiado de tema y me he lanzado a hablar de los viajes en avión que a mí me descolocan hasta límites insospechados.
Estábamos sentados frente a frente cuando le he explicado mi teoría sobre lo diabólico de volar (y ni siquiera ha pestañeado) . Aún a riesgo de parecer una loca — cosa que suelo conseguir con mínimo esfuerzo— he tratado de dar coherencia a mi teoría. Y es que eso de estar en otro lugar del mundo en poquísimas horas y pasar del frío al calor, de tu casa a la habitación de un hotel, atravesando países, ciudades, y océanos, cambios climáticos, de presión ( de cualquier tipo), en un plisplas, no puede ser bueno para el cuerpo. Sin embargo tengo que reconocer que hay algunos de naturaleza camaleónica que se adaptan a cualquier lugar en cuestión de segundos. No es ese mi caso, le explicaba a mi recién estrenado amigo. Cada vez que viajo, siento que algo en mí se queda incompleto y ese algo me hace andar como vaca sin cencerro durante un par de días: me visto de otra manera, como cosas que me sientan mal y me enamoro de cualquiera. Solo al cabo de dos días me recupero de esa falta de identidad. De manera que mis viajes de fin de semana comienzan justo cuando tengo que regresar, pues es al final del segundo día cuando algo en mí decide aclimatarse.
¿No sería más lógico y natural viajar en burro? he concluido.
Para mi sorpresa, mi amigo me ha dado la explicación. El alma viaja más lento que el cuerpo, y ese desasosiego que siento se debe a que cuando llego a mi destino mi alma aún no ha partido.
En ese momento me ha quedado claro que por más que yo quisiera evitarlo el alma quería entrar en nuestra conversación. Hemos calculado que probablemente el alma llega con dos días de retraso. Así que en un viaje de fin de semana viajas desalmado. El burro, en este caso presenta muchas ventajas, al alma le da tiempo a alcanzarte antes de que llegues a tu destino y empieces hacer tonterías.
Al alma la volvemos loca con tanta ida y venida y cuando cogemos el ave a las nueve de la mañana con la sana intención de regresar a las nueve de esa misma noche no sabemos que vamos a estar cuatro días desalmados. Probablemente en ese tren que se cruza con el nuestro, viajan ( a saber si en primera o en segunda) muchas almas huérfanas en pos de sus dueños.

Por eso ahora he decidido que cada vez que viaje esperaré un par de días antes de elegir qué vestido me pongo, qué elijo para comer o a quien entrego mi corazón. Yo sin mi alma puedo ser de todo: esa mesa, esa silla o esa señora con moño que vive en Barcelona.
El alma es fiel y coherente y de eso ya no tengo la más mínima duda. A mis amigos del alma les dedico esta reflexión para que sepan que si alguna vez me encuentran sin memoria o desalmada, será porque acabo de llegar de viaje. Que esperen un par de días.