PERCHAS Y DESMAYOS TEXTILES.
El otro día un amigo mío y yo hablábamos sobre el fracaso de la publicidad artística. Mi amigo argumentaba que los anuncios habían sido fagocitados por el ego del publicista y que ya no cumplían su función. Tanta creatividad se come al mensaje. La gente no se queda con el nombre del producto que se anuncia, sino con el paisaje, o el paisanaje. De manera que terminas comprándote el muñequito de Elvis del anuncio, que bailotea en el parachoques del coche. Pero de la marca del coche, ni idea.
Los daños colaterales de un exceso de creatividad, son muchos y variados. Aún recuerdo a una amiga de mis tíos que se dedicaba a la grafología y que tras infructuoso intentos de sanar a toda la familia, afirmaba que nuestro problema era que no distinguíamos donde debíamos poner nuestra creatividad. Si te inventas la realidad vas listo. Me alivia descubrir que no somos los únicos—a mí el mal de muchos siempre me ha consolado—, muy al contrario, es una desorientación muy extendida, felizmente practicada por los diseñadores y socialmente muy bien aceptada, sobre todo por el gremio de los consumidores.
—A esta camiseta se le deshace el bajo.
—No es que es así, este año vienen las camisetas sin rematar.
Una señora nos escucha con interés y advierto que echa miradas de reojo a la camiseta que, se mire como se mire, es una mierda, pero que de pronto ha pasado a convertirse en el último grito de la moda. Yo, que aún conservo un rastro de lucidez, insisto:
— ¿Y no será que se les ha olvidado coserlo?
—No creo, porque nos han venido todas así.
La camiseta se balancea delante de mí con una perturbadora melena de hilos colgándole del bajo. Consigo resistirme a la tentación de ser la primera, esta primavera, en lucir ese desaliño tan valorado. Detrás de mí, la señora en cuestión se abalanza sobre el despojo.
Lo cierto es que cuando nos convertimos en consumidores somos capaces de desrealizarnos totalmente y comprarnos todo tipo de absurdeces sin ningún tipo de pudor. El problema comienza cuando al llegar a tu casa despliegas toda la mercancía adquirida y te sacude una oleada de perplejidad poética: “¿Era yo, o soy otra acaso la que habita en mí?”.
Por eso no me cabe otra cosas que atribuirle al mérito a los diseñadores y al apoyo indiscutible de los vendedores. Salir de compras es, sin lugar a dudas, entrar en una realidad paralela llena de daños colaterales.
Y si no, que alguien me explique lo de las perchas de las tiendas. Sí, las perchas.
¿Quién no ha sufrido el daño colateral del diseño de las perchas?
Un ligero toque a la percha y la prenda en cuestión se desliza hacia el suelo rápidamente. Esta tarde, en menos de tres minutos, he conseguido desperchar, una camiseta, una camisa, un vestido, un top, una chaqueta y un jersey. Para terminar de complicar la cosa observo que las perchas tienen preferencias y aficiones.
Por ejemplo, las faldas y los pantalones no se caen con la misma facilidad que las camisetas, camisas y chaquetas. El pantalón se pliega en genuflexión sobre la barra de la percha haciéndose el muerto. Así que el problema del pantalón no reside en sacarlo sino en volverlo a meter en una ranurita no más ancha que un centímetro. La paciencia del cliente tiene un límite que por lo visto el diseñador presupone infinito.
También advierto que algún alma caritativa pero igualmente ineficaz y por supuesto dispuesta a encontrar soluciones para las escuperchas, ha ideado una forma de retener las camisetas contra viento y marea, que consiste en sujetarlas gracias a unas cintas que a modo de finos tentáculos se enrollan, con desesperación, al cuello de la percha. Hacerse un sudoku de nivel tres, es más fácil que tratar de descolgar una de esas camisetas.
No puedo evitar imaginarme a las camisetas abrazadas al metal mirando como a su alrededor se desploman en un santiamén una docena de camisas y otros congéneres. Y tendrán razón los que dicen que a los españoles nos gusta tirar cosas al suelo. A todo se acostumbra uno, hasta a pasar un par de horas comiendo con los amigos en un bareto sembradito de papeles, pieles de gambas y huesos de aceitunas, o a salir de compras para coger un lumbago.
Pero volviendo a las perchas.
Como no estaba dispuesta a dejarme vencer por las dificultades he decidido desoír los consejos de mi grafóloga y aplicar toda mi creatividad al asunto. He deambulado por la tienda vanagloriándome de adivinar, sin tocar las perchas, las características de la prenda.
— A mi derecha una sudadera gris con doble botonadura. A su lado pantalón pata de elefante en viscosa y algodón. Izquierda: falda años veinte con cremallera de doble dirección.
— ¿Y donde has visto todo eso? — me pregunta mi amiga Beatriz.
— En Zara.
— Pues yo estuve ayer y no les quedaba nada.
Ay, si ella supiera.
Luego he tratado de echar miraditas de reojo sin tocar. En cuestión de minutos he desarrollado una habilidad de contorsión ocular de notables resultados y digna del gran Houdini. Así que paseo indemne entre percheros moviendo los ojos aleatoriamente como un camaleón. Todo tiene su truco. Mientras practico mi recién adquirida habilidad, una dependienta se me queda mirando. Yo a mi vez miraba una camiseta que se sujetaba como podía a la percha. Imitando a “Los hombres que miraba fijamente a las cabras” intentaba derribarla con el poder de mi mente. La dependienta se me ha acercado amablemente para preguntarme si podía ayudarme en algo y yo he aprovechado para darle un golpecito a la percha, derribar la camiseta en cuestión y salir echando leches de la tienda. Luego me he lamentado de no haber aprovechado la ocasión de exponerle mis dudas sobre la utilidad de tener la ropa colgada.
¿No sería mejor dejarla en el suelo a modo de desmayos textiles? Finalmente he entendido que quizá se trataba de una argucia para tener a los empleados ocupados. Si uno hiciera una percha correcta de esas que cumplen su utilidad, es decir, sujetar la ropa, ¿en que ocuparían su tiempo libre los dependientes? Y más ahora que hay crisis. Probablemente escribirían poemas, o terminarían filosofando sobre la vacuidad de nuestra existencia. Tantas horas rodeado de poliamida, nylon y acrílicos no pueden traer nada bueno.
Imaginen la escena:
—¿Y esta percha?
—Pues ya ve, es una percha que deja caer la ropa al suelo.
— ¿Y qué pretende con esto?
— Aumentar el rendimiento del trabajador al máximo.
— ¿Y el cliente?
— El cliente es un daño colateral.
— Y no sería mejor una percha de las clásicas.
— Deje, deje, que esas no sueltan la ropa ni pa tras.
Así que las perchas se deshacen de la ropa con premeditación y alevosía.
Y es que algunos vacíos mentales están muy en alza, pero gracias a Dios estamos rodeados de proveedores de sentido que nos permiten justificar las mayores memeces creativas. Por eso ya no computamos los daños colaterales.