sábado, 12 de junio de 2010

LA SOLEDAD

Hay quien dice que la llegada de los móviles ha creado una falsa sensación de comunicación entre nosotros. Que la gente se siente más sola que antes, porque ahora salimos a la calle con un móvil pegado a la oreja y ya no nos relacionamos con los demás. Dicen que hemos sustituido las conversaciones telefónicas por la presencia del otro. Y que vivimos en un mundo de zombis que pasean charlando con otros zombis a los que nunca ven.
Yo personalmente nunca me he relacionado con los desconocidos que pasean por la calle, ni antes de que se inventaran los móviles ni después, y el móvil se me ha comido esas horas de soledad que tenía antes cuando deambulaba por Madrid lejos del teléfono.
Pero me doy cuenta de que la gente necesita hablar. Sobre todo las personas mayores. Me pregunto si yo, ahora que me estoy haciendo mayor, he comenzado a hacer lo mismo.
Me lo pregunto porque he empezado a hablar sola.
En casa por ejemplo, me regaño cuando hago algo mal, o me felicito cuando creo que me lo merezco. Me comento algunas atrocidades de las que veo en la televisión, o me recuerdo—a veces en forma de cancioncilla— cosas que tengo que hacer y no hago.
Me tengo en observación estos días y por prolongación, al mundo. Y descubro que una extraña falta de pudor ha comenzado a devorar la distancia que suele haber entre los desconocidos. La gente está más que dispuesta a saltarse los prolegómenos para contarte de manera convulsa todo lo que les pasa por la cabeza. Basta con que asientas con la cabeza una sola vez, o que esboces una media sonrisa para estimularlos (cada vez nos conformamos con menos).
Así que descubro que he desarrollado una extraordinaria facultad ( de la que no era consciente) para hacer creer a mi interlocutor que le escucho, aunque sospecho que cuando un desconocido se lanza a contarte su vida no le importa en absoluto si le estás escuchando o no.
A pesar de todo, el otro día una mujer me felicitó en el autobús por aguantar el monólogo de una desconocida durante un cuarto de hora sin soltar prenda, pero adornando mi silencio con todos los recursos necesarios para no abandonarla a su cháchara enloquecida. Luego comentó:
—Es que la gente está desesperada por hablar. Fíjese usted en este autobús. ¡A las doce de la mañana y sin haber bebido!
Yo le di la razón porque en ese momento aún se escuchaba el griterío que mantenían dos hombres en el autobús.
Un hombre discutía acaloradamente con otro hombre, evidentemente trastornado, que se acompañaba de una docena de gigantescas bolsas de plástico de las que asomaban todo tipo de objetos estrafalarios. El hombre y el trastornado discutían cada uno sobre cosas totalmente diferentes, pero el final de la frase del otro bastaba para dar pie a una nueva entrada, cada vez más acalorada. Algunas señoras se animaban de tanto en tanto a intervenir, pero la voz cantante la llevaban los dos hombres.
Yo hice un breve comentario sobre toda esa locura y luego las dos nos sumimos en un digno silencio que dejaba patente que nosotras no éramos como esos desconocidos trastornados que se lían a hablar con cualquiera.
Nos bajamos en la misma parada y nos despedimos sin mediar una palabra, alejándonos a toda prisa.
El miedo a parecer locos se apodera de nosotros en este mundo plagado de locura.
En un mundo en el que la gente habla por teléfono a voz en grito y sin pudor de sus intimidades, mientras los demás tratamos de parecer normales. En un mundo en el que necesitamos hablar, a pesar de los móviles, de internet, de los chats, facebooks, messengers y skypes.
Todos necesitamos de la presencia del otro para hablar, por más que gastes todo tu sueldo en llamadas telefónicas.
Yo me hablo a mí misma, y puede parecer de locos, pero de lo que estoy segura es de que estoy aquí, en este mismo momento, sin cables, wi-fii, ni cámaras.
Ayer por la noche perdí dos horas de mi preciado sueño en escuchar, a un grupo de famosos, gritarse, insultarse y faltarse al respeto en vivo y en directo; en mi casa, sin pudor y sin que nos hubieran presentado.
Luego apagué, la televisión y mi móvil y me regañé porque eran las dos de la madrugada y aún no me había acostado. Me reconfortó sentir mi propia presencia. Estaba segura de que yo estaba allí. Así que me dirigí un par más de recomendaciones, me prometí a mí misma no volver a ver ese programa, me di las buenas noches y me metí en la cama.
Hablarme no es mi mayor locura.
Ni aprender a fingir que escucho.
Me he prometido ver con más frecuencia a mis amigos, no vaya a ser que un día me vuelva a encontrar con la señora del autobús y no sea capaz de controlarme.


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